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EL MENSAJE DEL MAESTRO

Daniel Adrián Madeiro

Argentina



“Recibe imparcialmente lo que te sobrevenga, sea
placer o dolor, ganancia o perdida, victoria o derrota.
Prepárate para la batalla, que tal es tu deber”.

Palabras de Krishna a Arjuna - Bhagavad Guita

“Recibe imparcialmente lo que te sobrevenga, sea
placer o dolor, ganancia o perdida, victoria o derrota.
Prepárate para la batalla, que tal es tu deber”.

Palabras de Krishna a Arjuna - Bhagavad Guita

Desde la menor contrariedad hasta el mayor desastre representan un desafío a nuestra capacidad para enfrentar y resolver problemas.
Ellos son una herramienta útil a la hora de saber hasta donde estamos realmente dispuestos a llegar.
La historia que narra el Bhagavad Guita nos muestra a un hombre, Arjuna, a punto de desistir de guerrear contra sus propios parientes, amigos y conocidos. Lo escuchamos decir: “Mi corazón desfallece a la vista de mis parientes y amigos dispuestos al combate. Mis piernas tiemblan, se me eriza el cabello, mi cuerpo se estremece de horror y el arco se me escapa de las manos”.
Tú y Yo hemos sentido eso alguna vez. Y no hizo falta una guerra. Bastó un fracaso, un abandono, una muerte, una traición, un accidente, un robo, cientos de cosas.
Pero hay otras caras del infortunio que también nos llevan a la desesperanza, a perder las fuerzas. Me refiero a la rememoración de errores o males de nuestro pasado.
Conscientes o no de ello, ¿Cuántas veces un pequeño malestar presente desata una catarata de angustias?, ¿No nos vemos, en ocasiones, reaccionar irreflexivamente ante males menores, insignificantes?.
Es lo que solemos llamar “la gota que derrama el vaso”.
Allí, en ese momento, nuestro verdadero problema pasa por no haber resuelto efectivamente los problemas anteriores.
Quizá no tuvimos oportunidad de solucionarlos por nuestra edad, experiencia o simplemente, porque su magnitud era superior a nosotros. Pero puede haber otra causa.
Cuando bajamos los brazos (y solemos hacerlo), utilizamos todo lo malo que nos pasa para justificar nuestro abatimiento.
Pero si ahora estás leyendo esto es porque te encuentras suficientemente lejos de las situaciones descriptas. Entonces te propongo que aprovechemos este tiempo para una reflexión.

Uno desea que su vida sea maravillosa. Pero sucede que no es así. Y me parece que hasta el más feliz de los mortales encuadra en esta regla.
Como no puedes contarme una experiencia personal, y quizá no lo desees, hablaré un poco de mí sin mucho detalle. En la breve y escasa relación que te haré, ten la seguridad de que digo la verdad.
Mi infancia se desarrolló en una vieja casa de alquiler, con una cocina y un dormitorio con goteras, separados por un patio. El baño era compartido con otros inquilinos y quedaba a varios metros de distancia, cerca de una caballeriza. Cuando llovía era necesario ir con un paraguas hasta allí. Visitar otras casas “normales” me mostraba lo que yo no tenía.
Aunque jamás fue moneda corriente la abundancia, aun hubo algunas épocas más duras de lo acostumbrado en lo económico que me hicieron conocer la escasez.
Distintas circunstancias provocaron la disolución momentánea del matrimonio de mis padres, hecho que se recompuso más adelante volviendo a unirse. Sin embargo, esa desunión y, especialmente, los acontecimientos que la originaron me causaron un dolor grande e imborrable.
No lo puedo precisar, pero creo que trabajé cerca de un año en un almacén de comestibles, que también vendía forrajes y artículos de mercería.
Yo cursaba la escuela primaria.
Hasta aquí, parte de mi infancia.
La adolescencia transcurrió sin recibir ninguna información sobre la vida de un adulto. Antes los padres no acostumbraban a conversar sobre ello con sus hijos.
La escuela secundaria fue para mí un verdadero espacio de aprendizaje, no sólo en el sentido académico, también en mi formación como persona. Impulsado por el entusiasmo de una profesora que me convenció que yo podía, estudié música durante un par de años. Luego formé parte de un conjunto de rock y compuse mis primeros temas –letra y música-.
Escribí decenas de poemas para cada chica que conocí y otros vinculados a mis conceptos de aquel entonces respecto de la vida. Todos terminaron destruidos por las llamas.
La nota de peso en ese período la marcó mi noviazgo, varias veces interrumpido, con una chica tres años mayor. Yo contaba con quince. Cada separación de ella me causó intensos sufrimientos que, vistos desde la distancia, me muestran, entre otras cosas, cuanto miedo tenía de no encontrar a otra mujer que me quisiera.
Me casé con veinte y algo, inseguro de mis sentimientos. Tras cinco años de matrimonio me animé a decirme la verdad a mí mismo: Nunca la había querido.
Y lo dije y todo comenzó a ser distinto y mejor para mí.
Decidí decirme toda la verdad, llorar todo lo necesario, cambiar paulatinamente lo que debía, respetarme, aceptarme a mí mismo sin poner por delante la opinión que los otros tendrían de mí. Fue muy triste, muy duro, tenía todos los fracasos delante. Pero no hay nada que haya valido más la pena.
Conocí a Claudia, la única mujer que amo. Desde entonces, soy feliz con ella y con mis hijos: Natalia (del primer matrimonio) y Damián y Camila (del segundo).
Quizá lo narrado no te diga mucho. Te amplío un poco más: hubo pasajes tristísimos en mi infancia (peleas, inseguridad, violencia, sentimientos de desprotección, de soledad, etc); en mi adolescencia una superficial tranquilidad y constantes búsquedas de un rumbo; hasta los treinta, viví negándome a madurar, a ser yo.

Conociendo ahora parte de mi historia, comprenderás sin mucho esfuerzo que cuando hablo de los momentos en que sentimos “desfallecer a nuestro corazón, que nos tiemblan las piernas, que el cuerpo se estremece de horror y que las fuerzas se nos escapan de las manos”, no hablo de algo que me es ajeno.
A mí también me pasa que algunas veces se me cae esa gota que derrama el vaso.
Y si no fuera porque amo profundamente a DIOS, a mi esposa, a mis hijos y me fijé para mi vida el firme propósito de vencer toda calamidad y ayudar humildemente a otros a procurar ser verdaderamente felices, quizá no estaría escribiendo esto, quizá ni siquiera estaría aquí.
¿Te duelen las cosas que te pasan?. No te pasan sólo a Ti.
¿Te sientes agobiado por los problemas?. No eres la única persona a la que le pasa.
¿Ves mucho mal y poco bien?. Yo también lo veo.
¿Cada fracaso te duele más?. Es razonable.
¿Quisieras que tu dolor se acabara de una vez y para siempre?. Muchos queremos eso.
¿Ansias profundamente poder disfrutar de una vida reposada?. Te lo mereces y te entiendo.
Todo lo que te pasa, me pasa y le pasa a otros.
Los seres humanos sufrimos muchas angustias en nuestro constante enfrentamiento con el mundo.
Sucede que cuando éramos niños, nos protegían los mayores y las fantasías.
Ahora solo queda DIOS (si es que crees en Él) y si no te responde, tendrás que arreglártelas por ti mismo.
Y eso es crecer: darse cuenta que el mundo es como es; que no hay nada nuevo bajo el sol; aceptar que quizá no lo haya tampoco mañana.
Pero crecer también debe ser entender que tenemos que luchar por nosotros, por nuestros seres amados, por una Tierra mejor. Que no sirve de nada lamentarse mientras otros disfrutan de nuestra derrota.
Que tenemos todo lo necesario para salir a dar batalla y ganar; que la inteligencia es útil cuando la utilizamos para pensar como vencer; que bajar los brazos es descuidar la guardia; que, en definitiva, aunque sea duro entenderlo, la vida también es una guerra y triunfan los valientes, los esforzados, los fuertes, los que se entrenan, los que no tienen miedo, los que no se compadecen a sí mismos.
El texto del Bhagavad Guita dice: “Recibe imparcialmente lo que te sobrevenga, sea placer o dolor, ganancia o perdida, victoria o derrota. Prepárate para la batalla, que tal es tu deber”.
Y es cierto, esa sería la postura adecuada: Darnos cuenta que los opuestos placer-dolor, ganancia-perdida, victoria-derrota, forman parte de la vida. Y que la cosa no pasa por la vulgaridad de regocijarse en las buenas y amedrentarse en las malas.
Hay que estar alerta pero sin perder los sueños, y trabajar por ellos.
Hay que permanecer de pie.
Hay que valorar con justicia lo que se tiene y pensar con la cabeza en lo que nos falta.
Hay que decirse, todos los días, cada mañana, cada hora: “Estaré atento para lograr vencer todos los obstáculos que se me presenten y para mantener el ánimo siempre fuerte. Yo quiero eso para mí. Yo quiero eso para los que amo. No voy a bajar los brazos. Mi obligación es vencer”.
Actuar así, día a día, sin falsas expectativas, pensando cada paso con sensatez, atendiendo a la razón, planificando para alcanzar el objetivo, es el único modo de llegar. La otra forma es pura suerte y nadie sabe si llega.
Te engañas cuando crees que los ídolos nacieron geniales, talentosos, espectacularmente dotados. Te mientes. Cuando los desnudas ves que hay mucho trabajo y constancia; no hay casualidad hay causalidad.
Tú puedes. Muchísimas mujeres y hombres de este bendito planeta pueden llegar a ser “altísimos”, “increíblemente maravillosos”.
Y cuando hayas llegado, no olvides a los otros. Este es un trabajo en el que “si ayudamos todos, todo ayuda”.
No pensar sólo en ti es una herramienta milagrosa. Aprendes a dejar de ser la excepción; a no sentirte el mejor de todos o el único que sufre. Hay otros iguales o parecidos y te muestran que eres tan carnal como ellos.
Yo deseo profundamente un mundo mejor, con seres humanos felices sin artificialidad, felices desde adentro; sueño con verlo, ruego a DIOS por ese día.
Más allá de mi sueño, me alcanzará, mientras espero la plenitud de su cumplimiento, verte transformado en una parte de ese planeta, verdaderamente feliz y en paz.
Cuando lo hayas logrado, trabajemos juntos, cada uno en su lugar, con el mismo propósito.

Daniel Adrián Madeiro

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