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LA VENGANZA.

Todos tenían tiempo de interpretar lo sucedido.

Carlos Reyes Lima

España



Mientras tanto hay mañanas frías y escolares apurados por llegar a su destino.

LA VENGANZA.

Todos se miraron. Tuvieron un segundo, un tiempo para ver desplomarse en la noche todo el andamiaje del cuerpo sobre la acera, triturado; audaz amasijo de huesos, rompecabezas de formas y contra formas humanas. Tiempo hubo, el cuerpo amaneció cubierto con una sábana vecina, con una llovizna mañanera. La visión del forense, bata blanca, un poco flaco para andar recolectando armaduras de hombres, para descifrar mandíbulas y dientes expuestos al sol de mediodía, velados ya sin urna ni velas.

Todos tenían tiempo de interpretar lo sucedido. En el pueblo había un rumor sordo, un murmullo de plaza, casa y esquina que se prolongaba hasta la última curva del pueblo, donde él masticaba el odio. Esperaba al final del camino su venganza, pero no sabía a quién golpear o solo si beber de la botella de ron blanco, ahogarse en nostalgias y valor para limpiar la sangre con sangre de otros. Allí quedó sentado, movido sobre el horizonte circular, sin poder centrar la mirada, sin necesidad de levantar el cuerpo para agredir sin contemplación al adversario imaginario.

La lluvia hacia su camino largo de espera, tronaba en el horizonte, la llovizna delgadita como llanto, la noche en espera del día, apartaba de su pensamiento, la primera y última sonrisa del difunto tío.

Todos sabían de él. Lo miraban desde la iglesia, en el cortejo del recuerdo que se aglomera a la salida- entrada del curioseo. El pueblo, este sitio de montañas tiene tiempo para la danza del carnaval y para celebrar la muerte. El murmullo colectivo, la fiesta del pan y el café fuerte para brindar por las soledades. No necesitaba de cuatro hombres, ni de nueve velas, ni de 6 caballos, ni de tres adioses, ni sorbos de mañana para llevar al difunto hasta el cielo.

Todos lloraban. Por que hay algo que recordar, hay algo que hacer infinito y contar por los caminos de Dios.

Todos vistieron al muerto. Decidieron el traje gris que ocasionalmente usaba para acompañar a otros muertos. Disponer de la ropa adecuada, del atuendo para la muerte, para que nadie dudara de él, ni por asomo una mala palabra, ni aquí ni allá en el cielo. ¿Cómo iban a reconocerlo, triturado, macerado por el accidente?

En el pueblo todos necesitaban señales de identidad para estar con él en algún lugar de azules de verdes puros.

Todos a las 10 de la mañana, con la misma lluvia de tres días. Subieron al cementerio el cuerpo con el compás preciso, marcado por un director de actos fúnebres. Sin tiempos todos lloraron su impotencia. Se fueron a sus casas a esperar al otro difunto, el vengado, el victimario. Colgaron detrás de las puertas cruces de palo. Esperaron otra semana Santa sin el abuelo, sin el primo, sin el pariente lejano, sin el tío, sin su rezo.

Todos esperaron. Nadie se vino en sangre. La lluvia paró. El vengador durmió su borrachera agarrado al horizonte, abrazado el cuchillo. No había suficiente hogar para el dolor de muchos finados; de más primos; de más Tíos; de más lejanos parientes. Mientras tanto hay mañanas frías y escolares apurados por llegar a su destino.

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