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DOÑA ASUNCIÓN

Cuento erótico para mayores de 70 años

César Rubio Aracil

España



Joder no es malo; lo malo es que te "jodan".

Sucedió hace bastantes años en una mansión de Playa Cavancha, donde muchos chilenos de Iquique practican el windsurf con acreditada maestría. El dueño de tan suntuosa vivienda, don Avelino Felice, hombre maduro, de elegante porte y amigo de saturnales saraos, era considerado persona de fiar, excepto cuando se trataba de lindas jovencitas, a quienes dedicaba versos de exquisita hechura. Tal vez por eso, doña Asunción, dama pehuenche acostumbrada a los desprecios por motivos étnicos, no temía ser víctima de comprometedores madrigales. Además, el empeño puesto por su patrón en dignificarla ante propios y extraños, le daba garantía de un comportamiento ejemplar por parte del señor. Sin embargo…

Anochecía. Desde la frondosa terraza de la casa, donde don Avelino compartía techo y mesa con su empleada, se podía contemplar en el horizonte marino uno de los más espectaculares ocasos. Doña Asunción, embelesada ante la hermosura derrochada por la decadencia solar, invocaba a los espíritus cordilleranos de la tierra donde había nacido. Acodada en el antepecho de la azotea, ajena por completo a libidinosas sorpresas, musitaba no se sabe qué plegarias u oraciones. En lontananza un velero; a sus espaldas, el demonio en traje de baño.

 

-Don Avelino, qué susto me ha dado usted.

-¿Por un simple pellizco cariñoso?

-Es que así, sin avisar, una confiada en…

-¿Acaso soy para ti motivo de desconfianza?

 

¡Ah, la noche con su diluvio estelar, los aromas oceánicos, la Cruz del Sur anunciando pleitesía al amor! ¿Dónde la libertad de la carne?, ¿dónde el caballo troyano, el rincón oscuro o la caverna solitaria?

Doña Asunción opuso resistencia, pero el largo tiempo de abstinencia sexual y el imperativo de los apetitos desordenados acabaron derrotando a la virtud. Ya no era posible el retroceso; tampoco lo deseaba la pehuenche, que ante las hueras pretensiones de su espíritu desarmado, asida con deleite a las partes pudendas de su opresor, entre jadeos y súplicas de eterna felicidad se había olvidado de sus dioses andinos.

Retoza la dicha entre sábanas de lino, y en el vocinglero acto lujurioso, mientras los duendes del amor capitanean su batalla contra los inmisericordes dictados de la curia, se habrían podido escuchar palabras obscenas y hasta irreverentes plegarias si algún humano, a respetable distancia de ambos amantes, hubiese tenido ocasión de oírles. Sólo yo, que atendí a doña Asunción años después de aquel evento, puedo imaginar con bastante aproximación la realidad de un hecho merecedor de un ¡viva la libertad!; porque la criada de siempre, heredera de una gran fortuna cuando don Avelino entregó su alma al Vacío, pudo adentrarse después, sin recatos ni falsos arrepentimientos, en el mundo orgiástico que había vivido su amante. Ella no había sido una heredípeta, sino mujer sencilla que, por desconocimiento de los más sabrosos placeres de la existencia, había creído a pie juntillas en el pecado de la carne. “César –me decía, sus grandes ojos inyectados de fuego saturnal-, el amor tiene su punto culminante en la manzana de Eva. Es mentira que Dios hubiera sometido al macho y a la hembra a una prueba que ni Él mismo habría podido superar. La prueba óptima del amor radica en la sabia elección. Si amas y crees ser amada, ¿qué de malo hay en explorar los más íntimos placeres sexuales? ¿Dónde concluye la máxima dicha de la carne? Avelino creía que el súmmum del placer lo habría de encontrar en las mujeres hermosas y jóvenes. Hasta que se fijó en mí, después de tantos años de estar yo a su servicio. Fue, me dijo, cuando observó un pliegue de mi falda atrapado entre los glúteos que tanto placer le proporcionaron hasta su muerte. Asunción –me confesó estando los dos en la cama-, ese mínimo detalle, ya ves, ha encendido la tea de mi delirio hasta límites insospechados; ¡qué hermoso culo tienes!”, y el rubor apareció en sus mejillas cuando se percató de que su apasionado relato, aun estando contándoselo a un amigo íntimo, podía ser interpretado de manera equivocada. Luego intentó justificar su actitud con palabras cuyo significado, al margen de lo que deseaba expresar, iban encendiendo mi libido de manera impetuosa. -Asunción… –la interrumpí en un momento que creí conveniente, cuando observé que hacía esfuerzos por elegir los términos adecuados. Tomando cariñosamente una de sus manos, con la que se cubría la boca con visible nerviosismo, proseguí, inflamado de pasión contenida, mis efluvios lúbricos en estado de inminente ignición -. Querida Asun, exprésate como te sea posible y deja ya de ruborizarte –. Se lo dije con cierta violencia dialéctica para infundirle confianza-. ¿Acaso no soy tu amigo? ¿Crees que no he pasado por momentos similares a los tuyos? Quien no comprende el amor no comprende la vida –sentencié-. Ella, acariciando la mano que delicadamente trataba de consolarla, en su mirada un punto de gratitud y unos reflejos sensuales, a la vez tiernos, que me situaron en una órbita alejada de la racionalidad, asintió con una sonrisa cómplice.

Debo reconocer que estuve a punto de tentar a mi amiga Asunción, cuarentona pero atractiva pese a su faz andina, ya algo ajada. Me lo impidieron la prudencia y el apego a su amistad, como asimismo el temor a ser rechazado. Sin embargo, cuando nos despedimos, después de contemplarla de espaldas cuando se iba, me entraron ganas de correr tras de ella en espera de una decisión suya afortunada; porque entre sus nalgas, supuestamente morenas como su piel, un pliegue de la falda se le introdujo en el infierno que aún, después de tantos años de ausencia, recuerdo de vez en cuando al hacer palmas con una sola mano.

augustus

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