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ESCATOLOGÍA DEL PEDO

Cuento erótico repugnante

César Rubio Aracil

España



ADVERTENCIA No aconsejo la lectura de este cuento a las personas sensibles ni a quienes, por sus creencias religiosas, se pueden sentir afectados. El lenguaje y el fondo de este relato, fundamentados en experiencias ajenas, anulan los valores éticos y estéticos literarios. Sin embargo, disfrazar la realidad con eufemismos lo considero inadecuado, porque podría estimular la perversión mental, incluida la mía como narrador.

 

 

Aconteció en una noche de truenos. Ignoro si la ionización atmosférica, aniónica o cargada de cationes, tuvo alguna influencia en el comportamiento sexual de Berta y Javier, pareja cuyo matrimonio eclesiástico –eran católicos convencidos- no puso nunca obstáculos a sus prácticas sexuales. En sus encuentros libidinosos, me contó Javier en cierta ocasión, caben las blasfemias. Cagarse en Dios, aunque sea pecado, no supone una ofensa meditada hacia el Creador, debido tal vez a que, en estos casos, es el demonio quien se expresa, siempre al acecho de las debilidades sexuales, y el sexo, me figuro que usted lo sabe, supone la prueba más dura para los creyentes.

 -¿Frecuentan ustedes el confesonario? –le pregunté al marido de Berta, empresario que tenía ubicado su negocio de exportaciones en Colombia y estaba en Sevilla de paso.

 -Hoy no es necesario, basta con el arrepentimiento y el propósito de enmienda.

 -¿Siempre es así?

 -Hasta que el Señor se apiade de nosotros. Mi mujer y yo evitamos las interjecciones contra Dios o las cosas sagradas; pero, si reincidimos, es sin maldad alguna. Acuciados por la ansiedad de más y más goce, perdemos los sentidos cuando …-. Detuvo la conversación, se fijó en las nalgas de una señora que paseaba a escasa distancia de nosotros, y después de unos segundos de atrevimiento contemplativo, sorbo de café (estábamos en la terraza de una cafetería) y chasquido con la lengua, prosiguió con su discurso-. La mayoría de adultos considera una aberración el placer excrementicio. Me explicaré mejor –hizo una breve pausa, estudió mi semblante por si notaba en él algún signo de rechazo, y continuó-: Déjeme que me exprese con crudeza, por favor. Necesito, para que usted entienda el alcance de mis ideas, que son, como podrá comprobar, intelectuales, acreditar la realidad sin rodeos, sin eufemismos ni rebuscados requilorios; lo que se dice, ir al grano.

 (Quiero decir, para ajustar esta historia a la verosimilitud narrativa, que conocí a Javier por casualidad en el establecimiento donde ya se ha dicho que tomamos un café. Primero conversamos sobre el Río Genil –que él adora-, y la conversación derivó poco después hacia el tema de referencia. Si lo que el empresario me contó es verdad, lo ignoro. Sin embargo, por el punto de énfasis que ponía al hablarme, deduje que o estaba loco o decía la verdad. En cualquier caso, veamos lo que me refirió sobre el concepto que tenía –como asimismo su mujer- sobre la sexualidad.)

 “Parto de una base que espero entienda usted –se expresó el sujeto-. Es común en la sociedad, sobre todo en la española, identificar el arte, sólo por ponerle un ejemplo, de manera que éste coincida con sus apetencias estéticas –recalcó el adjetivo con cara de asco-, basadas casi siempre en conceptos ordinarios. ¡Qué bonito!, es una frase que detesto. ¿Bonito? ¿Por qué? O simplemente, me gusta. Insisto: ¿por qué? Casi nadie admira la hermosura de la fealdad artística, entiéndame, por favor. Se dice que una rosa es bella y fragante y que la mierda es repulsiva y maloliente. Leí en ciertos evangelios apócrifos que, un apóstol que acompañaba a Jesús, le dijo: Maestro, huyamos de la descomposición de ese perro muerto, huele que apesta, a lo que el Nazareno le respondió: Sin embargo, fíjate en la belleza de sus dientes, de blancura inmaculada. Ahí voy a parar. Mi mujer sabe tan bien como yo que, estando en la cama, antes de soltar un pedo debe advertírmelo para que yo lo huela, y también a la inversa. ¿Por qué? Se lo voy a explicar, como se debe hacer cuando se comenta sobre la hermosura o la fealdad. El olor a mierda y no menos su sabor, tienen connotaciones importantísimas capaces; por estar situadas en el límite de las sensaciones -buenas o malas-; de doblegar toda conducta adquirida y, por ende, alcanzar el éxtasis en función de la novedad. Cuando se rompe un estereotipo, ¡qué placer! Claro, si se tilda de escatofagia, de manera peyorativa, el hecho de saborear una catalina, aunque sea de la persona amada, ¡ya la tenemos liada!: guarro, asqueroso, bestia…, ¿y qué más? Pero no es así. Una lamida a una deposición, aunque cueste creerlo, nos puede llevar directamente al paroxismo sexual. Después, lógicamente, viene lo demás: el puntazo en el culo, la lamida al coño, el chupa-chups… y la blasfemia, puesto que Satanás no trabaja por amor al arte. ¿Me comprende usted?"

 Naturalmente que le comprendí. Estaba enfermo. No obstante, con la finalidad de estudiar más a fondo el alcance de su filia, asentí de manera que pudiera ser convincente a sus ojos y a su entendimiento. Luego me explicó cómo solía hacer el amor con Berta, y asimismo el placer que ambos sentían en los instantes de saborear y deglutir sus excrementos.

 -¿También cuando hay diarrea?

 -No se debe forzar esa manifestación intestinal; pero si llega a darse, no hay palabras para describir el goce. Cuando terminas de echar el polvo, ¡patas arriba!, como los conejos. No conozco placer superior.

 Le pregunté a Javier si le sucedía lo mismo estando con otra mujer. “Nunca lo he intentado”, me respondió. Supongo que no será lo mismo, ni mucho menos. Cada excremento contiene sus propios aromas, y lo que a mí me atrae poderosamente es el olor y el sabor de la mierda de mi pareja. Hay que amar mucho, pero de verdad, para fundir en un único polo las auténticas esencias de los amantes. Esto no se consigue así como así. No desearás a la mujer de tu prójimo, ¿me comprende?

 “Recuerdo nuestra última noche orgiástica. Días antes puse en el congelador una hoja grande de lechuga, que previamente horadé. Berta tuvo necesidad de ventosear. Javier, me está viniendo. Le hice esperar: Aguanta unos segundos. A los pocos instantes ya tenía penetrada la hoja de lechuga con la lengua, hasta quedar ajustada en mis labios. El contraste entre el ano caliente de mi mujer y el vegetal, congelado, produce sensaciones placenteras indescriptibles. Ella se contorsionaba, gritaba blasfemias, echaba pedo tras pedo, y yo esperaba el momento culminante de la defecación, hasta que un chorro de caca inundó mi boca aviesa, que mordía el culo amado con el frenesí de un poseso. Poco después impregné mi pene de excrementos, y ella, ya fuera de sí, mentando sin pausa el Santoral… ¿Para qué seguir? Sé que usted no comparte estas prácticas, aunque observo que las comprende. Comprensión es lo que necesito, caballero. Sólo diré, para concluir, que aquella noche de truenos, Berta y yo dormimos como unos ángeles, puesto que el aroma de las flores silvestres no tiene punto de comparación con el de la ñaña, como llaman en América Central a la mierda.

 “¿Sabe usted que existe una salsa japonesa, carísima y de sabor excepcionalmente bueno, que se obtiene de la descomposición de restos comestibles? Dicha sustancia, con un gusto lejanamente parecido al aguají, la consumen las personas que conocen la alquimia del paladar. Sin embargo, ya ve, despreciamos el catabolismo humano y aceptamos la descomposición orgánica intencionada. En ambos casos se trata, si no de lo mismo, de algo parecido; pero a la caca se le atribuyen rasgos semánticos despreciables. En fin, se me está haciendo algo tarde y debo marcharme. Sólo me resta decirle que estoy deseando regresar a Colombia, donde Berta me espera para ofrecerme lo que, según ella, me va a suponer el súmmum de la dicha: sexo y espíritu unidos en completa libertad. Espero y deseo que Dios nos comprenda como usted lo está haciendo. Ha sido un placer el conocerle”.

 No he vuelto a ver a Javier ni deseo un nuevo encuentro con él, pese a haberme entregado una tarjeta de visita para que yo le escribiera. El caso es que, cuando le conocí, iba perfumado con una esencia de marca. Enigmas de la vida.

César Rubio (Augustus)

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