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CINCO SENTIDOS

Mónica Gutierrez Sancho

España



La pintura cubre la mayor parte de mi cuerpo. Sentado en el suelo rodeado de hojas de periódico manchadas, botes y pinceles echo la cabeza hacía atrás para contemplar mi obra. Ya he terminado. Son las cinco de la mañana y veintitrés minutos y mi último y apasionado empeño de dar un nuevo aire a nuestro cuarto está ya realizado. ¡Que sensación de triunfo, de placer! Instantánea. Una sensación placentera sorprendentemente instantánea y efímera, como todas las que siguen siempre a la realización de mis pequeñas metas cotidianas. Esta vez al menos queda el olor, el asfixiante y empalagoso olor de la pintura fresca junto con el característico picor de ojos, sopor y dolor de cabeza. Olor que se ha ido introduciendo por mis fosas nasales durante unas horas, para llegar a pintar finalmente mis pulmones con el color azul añil elegido para nuestro cuarto. Me encanta el olor. El color es horrible. Ella tenía razón. Me siento como si estuviera dentro de una carpeta gigante de las que en tiempos se llevaban al colegio cuando aún no había ni un solo Kevin Costner Jesús suelto por las calles. Si nuestro cuarto es una carpeta, nosotros somos dos insípidos folios dentro de ella.
No sirve de nada. La pintura no ha servido de nada. Nada que no sea intentar engañarme a mí mismo con el exultante placer que me provoca su aroma. Ella ya no sabe a nada, no puedo encontrarle ningún sabor por más que mi lengua recorra su cuerpo de un lado a otro. Tengo que asumirlo, la mujer de mi vida ya no me sabe a nada. No sé cuanto tiempo ha pasado desde que mi sentido del gusto ha ido perdiendo el norte, pero ella ya no tiene en su piel ese sabor a mordisco de manzana verde y a sal marina de Cala Tuent.
“El día que mis cinco sentidos, los cinco, disfruten plenamente al estar con una mujer, habré encontrado la mujer de mis días, pero mientras mis ojos no brillen hasta dolerme cuando la mire, las aletas de mi nariz no se agranden de la excitación de olerla, mis manos no tiemblen cuando rocen sus pechos, acaricien sus manos, toquen su rostro, mis oídos no escuchen la mejor de las melodías cuando ella me hable, su sabor no me erice las venas será señal de que no la he encontrado, de que no es ella. Tendré que abandonarla. No tendría sentido.”
Siempre lo digo, pero hasta hoy nunca lo había pensado, nunca me había preocupado lo que realmente quería decir. ¡Sólo era una frase hecha! Una tontería que he dicho siempre, que se la he dicho a todas. A todas con las que antes estuve, muchas, en esencia ninguna. Con ella no, es distinto, todo es distinto, desde que la conocí todo ha sido diferente, como han temblado mis manos, brillado mis ojos, agrandado mis fosas nasales, mis oídos han bailado cuando mi boca la ha besado. Porque ella es “ella”, nunca debí decírselo. No puede pasarme esto, no a mí.
Voy a pensar en ella. Cierro los ojos con fuerza y pienso en ella. No la veo, no puedo verla. Veamos, pensaré en trozos de ella. Cierro los ojos aún con más fuerza, me pican mucho. Sigo sin verla. Pienso en unas piernas, pero no son las suyas. Veo unos labios, pero no son los suyos. Intentó recordar sus ojos, no me miran. Me lloran los ojos de tanto apretarlos, siempre que pinto me lloran. La pintura ya tan apenas huele, o quizás me he acostumbrado tanto que ya no lo noto, debe ser eso.
Corro a la cocina y comienzo a abrir los armarios tirando todo por los aires, vuelco el contenido del frigorífico en el suelo, lanzándome como un loco histérico a la búsqueda de mis sentidos. Engullo todo lo que cojo, el tomate, el pollo de la cena, cebollas, verduras, huevos, chupo los tarros, botes y abro los yogures a mordiscos. Ni siquiera mi propia sangre, que mana de un corte del labio tiene ningún sabor ya para mí. Seguramente ella me está llamando a gritos desde el cuarto de estar, donde duerme esta noche para que yo pueda pintar nuestro cuarto, pero no la oigo. No puedo oírla.
No sé cuanto tiempo he pasado sentado entre este caos que me rodea. Opto por levantarme y comer un puñado de cereales de los que ella toma. Cereales que siempre me han resultado insípidos, nunca me han sabido a nada y que en cierto modo aplacan mi histeria salvaje haciéndome sentir más cercano a los seres reales. No entiendo nada, absolutamente nada.
Está dormida. Tenía la puerta del cuarto cerrada, mejor. No ha oído nada. No ha visto nada. No ha tenido que ver nada. Me acerco a su lado y la miro. En su sueño hace un mohín despectivo, después de la noche que llevo ella si ha debido notar mi presencia. Me acerco aún más a ella sin dejar de mirarla y huelo su pelo largo, rizado y lacio. Aún más y acaricio suavemente con mis dedos su hombro, muy suavemente, sólo rozándola con la zona más saliente de mis yemas, para no despertarla. Me tumbo junto a ella apoyando mi cabeza sobre su corazón como tantas noches. Una lágrima se desliza por mi mejilla, va corriendo en línea recta hasta llegar a mis labios, que descansan inertes sobre su pecho desnudo. Nada tiene sentido.

Este artículo tiene © del autor.

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