Es bien conocida la opinión de que educar consiste en ceder y permitir las demandas del chico y dejarlo al arbitrio del simple desarrollo natural del instinto y de sus pasiones; ya Rousseau propugnó este naturalismo de la bondad original; es la «falsedad original» de la pedagogía moderna, tras la que late la negación, sin pruebas, de la doctrina cristiana del pecado original. Defienden que el instinto siempre es bueno y no necesita ser reglado por la razón, que se desarrolla naturalmente sin tener que realizar ningún esfuerzo. Santo Tomás, en cambio, pensaba que existe una tendencia de la naturaleza corrompida por el pecado que se opone a los dictados de la recta razón: es la carga de la concupiscencia, para corregirla, es necesario el esfuerzo consciente de la voluntad y el impulso orientativo del educador; ya San Agustín escribía:«el amor es la fuerza que me arrastra»; «el amor a Dios me arrastra hacia la verdad y el bien; el amor desordenado a mí mismo y al mundo, hacia la mentira y el mal». La pedagogía emancipadora y permisiva de estos tiempos ha ignorado intencionadamente esta estructura antropológica del ser humano. Se quería formar un hombre libre y liberado; los resultados, en cambio, han sido el fracaso y la vaciedad del sistema educativo, a pesar de las promesas logsísticas.
En ese derecho natural, se constata que los deseos son caprichosos y variables; la riada de voliciones, interrogantes y exigencias contradictorias del educando han de ser reconducidas, para que madure y domine y no se vea desgarrado por sus bajos impulsos. La libertad del hombre no se halla en el instinto y el capricho. Sólo ante la imagen del verdadero bien, el ser humano puede escoger y establecer inteligente y libre las estructuras interiores. Como reacción a una pedagogía autoritaria y coercitiva de una fase histórica anterior, se ha otorgado un gran valor a la espontaneidad, a lo lúdico y a la cesión continua; sin embargo, se comprueba que la elección espontánea obedece a un impulso irreflexivo y voluble y se torna una elección equivocada y destructiva para el sujeto.
Hoy, en el proceso educativo, se desdeñan sistemáticamente dos fundamentos esenciales: La renuncia, en el educando y la autoridad, en el educador. La renuncia supone esfuerzo, moderación, sacrificio, disciplina, decir que no, resistir la violencia del impulso que exige la satisfacción inmediata. El permisivismo contemporáneo ha desechado la renuncia identificándola con la «represión»; la renuncia implica ciertamente la fuerza de reprirnir el instinto, la capacidad de encauzar su energía mediante el esfuerzo y disciplina hacia la verdad. Y la autoridad es una experiencia humana viva, la existencia de los valores en una persona que testimonia tales bienes y hace que los demás los puedan percibir directa y fácilmente. La autoridad es maestro y luz en el camino hacia la experiencia del bien. Sin renuncia y sin autoridad no hay acción educativa.
La sociedad permisiva, al ofrecer al joven la satisfacción inmediata del instinto y los caprichos, precisamente deseduca, dificulta la formación de una personalidad libre, capaz de controlar las pasiones y disciplinar su instinto, de establecer su propia relación con la verdad y de hacer de esa relación modelo de la propia construcción social. La educación insta a luchar por controlar las propias pasiones, a buscar la verdad, a orientar los impulsos según la verdad y hacia la verdad. El hombre llega a ser libre cuando reconoce la verdad; la obediencia a la verdad libera al hombre de la tiranía de las opiniones dominantes y de la sumisión a los hombres y a las propias pasiones; por el contrario, tal sumisión destruye la personalidad responsable y envilece; y en fin, da lugar a una masa fácilmente manipulable por el poder social dirigente. Este es el problema de la educación en nuestro tiempo. La vida es opción; entre la libertad del instinto y la libertad de la persona, el hombre ha de ser capaz de dominar su propio instinto, para llegar a ser libre y dueño de sí mismo.
C. Mudarra