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Bajo el Agua

Javier Cruz Roque

Cuba



Quizás no me esperen en casa hoy; mejor así. Llegaré y lo dejaré todo intacto, hasta el maletín lo voy a esconder para que Lula no advierta mi llegada; puedo darme ese lujo porque a Julián no lo espero temprano.
El ómnibus se detiene. La gente se apresura en bajar. Hasta cierto punto yo tambien, a pesar de que chocaré con ese frío que sopla desde el Malecón.

Quizás no me esperen en casa hoy; mejor así. Llegaré y lo dejaré todo intacto, hasta el maletín lo voy a esconder para que Lula no advierta mi llegada; puedo darme ese lujo porque a Julián no lo espero temprano.
El ómnibus se detiene. La gente se apresura en bajar. Hasta cierto punto yo tambien, a pesar de que chocaré con ese frío que sopla desde el Malecón.
Pocas cuadras y pronto estaré en mi hogar. A lo mejor no me acabo de adaptar a la ciudad porque un carro casi me atropella al cruzar la avenida. Involuntariamente aprieto el asa del portafolios y recuerdo que en el interior traigo un regalo para mi hijo y la noticia de que no trabajaré más lejos de él. Y me viene a la mente la estancia en los duros bancos, las sonrisas de los médicos y enfermeras que pasan frente a mí, el amplio pasillo y la mujer que lo pule sin cesar, la puerta que se abre repentinamente, el rostro de la doctora que me mira con intensidad y el desespero que apenas puedo contener. “...La mamá y el niño están bien”. Un varón fue lo que siempre quise tener. Dieciocho años es mucho tiempo y el comienzo de una vida, aunque lo tengo todo tan nítido como si el decursar de los años fuera un juego con las canas que van apareciendo en mis sienes.
Doblo por la esquina de mi calle. Hay más carros parqueados que de costumbre. En vez de ir por la acera, prefiero los adoquines, testigos silenciosos del paso de la vida, esa vorágine que a veces resulta cruel y que debemos tomar como mejor se pueda no vaya ser que el día menos pensado se acabe el tiempo. Unos muchachos corren en patinetas. Cuando pasan por mi lado les sonrío y me miran de un modo peculiar. El poder está en las pupilas; cuánta fuerza guarda una mirada, a veces basta una sola para decir un mundo de cosas, y otras tantas sobran las palabras cuando los ojos toman el mando.
Tal vez son ideas mías, pero el barrio tiene otro aspecto, es como si de repente algo hubiera cambiado. Hasta la gente me mira de otro modo. En mi edificio hay muchos vecinos asomados a los balcones, tal parece que se han puesto de acuerdo a la misma hora. Los muchachos vuelven a cruzar y me echan los ojos encima de igual forma y lo logro explicarme el por qué de esa fuerza burlona. “Será la edad. Por esos tiempos uno siempre anda tramando algo”. El viento sopla inesperadamente y me convenzo de que el frío donde no puede llevarse es en los pensamientos.
Los adoquines se pierden debajo del asfalto: estoy frente a la escalera que debo subir. Miro el reloj y apenas dan las tres. En el segundo piso está mi apartamento. Quiero quitarme el peso de los viajeros, darme un duchazo, despojarme de los olores ajenos y del polvo que se pega en la piel. Con el primer escalón tengo la impresión de subir al infinito. Es el cansancio lo que exacerba los sentidos. A mis espaldas quedan los muchachos como si mi ascenso fuera el espectáculo que tanto ansían ver. A mi derecha se abre una puerta y por ella asoma mi vecina de la planta baja. En sus ojos late algo dispuesto a salir. En el barrio siempre he tenido el prestigio de ser respetado: una buena mujer, un buen hijo, dos grandes obsequios del destino. Ella me guiña un ojo y le devuelvo el gesto como suelo hacer desde que me mudé, pero esta vez la intensidad del silencio es inusitada.
Abajo la abajo la gente sigue su rutina. El viento sube por las escaleras y me provoca un erizamiento en la espalda. Los pitos, las peleas de los muchachos ¿quién sabe por cual razón?, es lo único que escucho en este momento. De repente estoy frente a mi puerta, es la izquierda. La de enfrente se abre y sale mi vecino, me mira y advierto algo en su rostro. Lo conozco bien y no es de los que se enrolan en la ponzoña de la lengua. Por un instante pienso que no encontraré a nadie en casa, que ha ocurrido una catástrofe en la familia, que alguien ha muerto y no me enterado aún; entonces me inquieto sin remedio. Me da la impresión de que la vida se ha detenido, que el silencio anega al edificio. El hombre hace una parada como si esperara lo que está por suceder. Abro la puerta silenciosamente. En realidad nunca se sabe qué puede estar aguardando detrás de una mampara. Percibo el íntimo olor que asalta y siento que soy dichoso por haber regresado. Todo el tiempo que he perdido quizás nunca lo vuelva a recuperar.
El sonido de la ducha es apagado: “Evidentemente se me rompieron los planes”. No pronuncio ni una palabra para mantener la sorpresa. Encima de la meseta de la cocina hay un vaso, lo cojo y en su interior contiene un poco de ron. Pienso en Lula, que aparte de mí es a quien le gusta beberse alguna copa de vez en vez. En el cuarto de Julián está su ropa sobre la cama. Arriba de una silla hay otras prendas dobladas y debajo un par de botas que no conozco. La puerta está entreabierta. El vapor del agua sale lentamente y me invita a pasar. “Seguramente encontraré a Lula que terminó temprano”. Desde el espejo me mira mi rostro demacrado. Quiero decir algo pero me trago las palabras. Entonces descorro las cortinas y la nube se desvanece ante mí. Quedan al descubierto, hundidos en el peor de los silencios, Julián, mi único hijo y la desnudez de su amigo.

P.-S.

Finalista en el Concurso Nacional de Cuentos “Ernest Hemingway” de 1997 y publicado en el libro "El Vuelo de la Muerte" por Hermanos Loynaz 2001.

Este artículo tiene © del autor.

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