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El Vuelo de la Muerte

Javier Cruz Roque

Cuba



No es difícil imaginar este barrio. Una sola carretera que llega hasta los espigones sin otra salida que la del mar, o el retorno por donde se vino. Un faro que guiña su ojo a cuanto barco pretende entrar en la bahía.

No es difícil imaginar este barrio. Una sola carretera que llega hasta los espigones sin otra salida que la del mar, o el retorno por donde se vino. Un faro que guiña su ojo a cuanto barco pretende entrar en la bahía. Una escuela que en otro tiempo fue el cuartel de la guardia rural y el bar a pocos pasos de ella. No hay muchas casas y es lo mejor de todo, por la tranquilidad que se respira aún en días de tormentas. Camino despacio; hay quien dice que tengo la sangre de cangrejo. No recuerdo desde cuando vengo a contemplar las puestas de sol en lo alto del faro. Subo las escaleras oxidadas. Al sentarme dejo colgar mi único pie hacia el vacío y lo mezo.
Abajo se ve el viejo muelle. Hace días le fondearon una patana al frente y ahí está. Casi por instinto paso la mano por el muñón de mi pierna derecha.
La lancha avanza lentamente. La vara de pescar esta enganchada en el mosquetón de popa y el nylon parece tenso por la carnada arrastrada. En el horizonte se ve la silueta de un barco fortuito. Todo sigue en aparente tranquilidad pues en las otras lanchas, al parecer no ha pasado nada. No obstante esperamos que en cualquier momento se dispare un carretel. La pesca de la aguja tiene eso, uno nunca sabe.
Repentinamente la caña se dobla y la pita vibra por el estrechonazo. Todos advierten lo que pasa. No faltan los gritos de ánimo, pero no sé que hacer de momento. Es mi primera experiencia. Corro y me siento en el banco de popa con los pies apoyados en la borda, y agarro la vara. La fuerza con que tira el animal hace que se tensen mis músculos, mientras el sudor comienza a cubrirme el cuerpo. El carretel se calienta y huele a aceite. El patrón acelera el motor. La pita cambia de rumbo, el pez busca recuperarse y las olas se cortan por el zigzagueo del cordel. Es el instante de mayor peligro, presiento que será el fin y eso me aterra; dicen que la aguja se lanza en ataque suicida contra el barco que la mata. El patrón da un giro brusco y casi pierdo el equilibrio. El esfuerzo es tremendo y comienzo a sentirme agotado. Pancho se acerca y me brinda ayuda; por soberbia le digo que lo lograré. Inesperadamente la vara pierde tensión como si el pez quisiera abandonar la lucha; por un instante parece que reina el silencio. Las olas baten contra el costado de la embarcación y la brisa intenta refrescarme. De nuevo otro estrechonazo y la pita vibra de un modo peculiar. Todos están alertas. El calor es intenso y la batalla peor; alguien me echa un poco de agua en la espalda. Más que los músculos son los nervios los que están tensos. Las manos me duelen, las ampollas largan los trozos de piel, y el ardor se incrementa. Ahora el pez nada a la par de la lancha y se adelanta vertiginosamente hasta rebasarla, es inevitable que me entorne en pos de él, de nuevo vira y se queda en la zaga. Tengo el fuerte deseo de soltar la caña ensangrentada y acabarlo todo, pero la voluntad de verme retratado con la aguja es más poderosa. Bruscamente el nylon se afloja en el preciso instante que tiro con toda mi fuerza. Pasan unos segundos de desconcierto y advierto el silencio en la espera. Entonces, como un fucilazo, la aguja sale en el vuelo de la muerte; alcanzo a ver sus ojos profundos. A penas logro esquivarme hacia un lado; la bayoneta penetra en mi muslo y siento el crujir del fémur al quebrarse. La aguja suelta coletazos en todas direcciones como si tratara de desclavar su lanza del costado de la lancha y de mi pierna. Mis compañeros tratan de ayudarme infructuosamente; uno de ellos recibe un golpe que lo hace retroceder, entonces el otro me alcanza un cuchillo de pesca; al levantarlo los rayos del sol lo vuelven un relámpago filoso. Cada movimiento de la aguja intensifica el dolor. El cuchillo desciende con la potencia de mi brazo y se hunde en la cabeza del pez. Los últimos estertores lo inmovilizan en la cubierta de la embarcación.
Algunas personas caminan por el muelle. Miro al oeste y el sol comienza a apagarse con lentitud y unas palmeras se recortan contra él. Toco el muñón de mi pierna y sonrío imperceptiblemente. En casa hay tres cosas que aguardan en la sala: la lanza mortífera de la aguja; un copón dorado con la insignia del torneo y un cuadro, donde está la foto que me atrapó mientras apretaba mi pierna ensangrentada, sobre el pez sin vida en la orilla y una sonrisa de triunfo más fuerte que el dolor.

P.-S.

Publicado en el libro "El Vuelo de la Muerte". Ediciones Loynaz 2001

Este artículo tiene © del autor.

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