En las calles de la mirífica ciudad de Salamanca, todo era misterio al caer la anochecida crepuscular. La luna reflejaba su argéntea estela sobre las encalmadas aguas del río Tormes. Su fúlgida y esmaltada brillantez, convertía la acuática lámina, en una maravillosa joya de plata viva. Mientras, en uno de los tajamares del puente romano, dos mozalbetes se divertían arrojando piedras al agua, para ver quien llegaba más lejos. Así, ocurrió que pasaron por el tablero del puente dos (...)