Aquella tarde, fue a visitar a su madre en una casita humilde de paredes grises y techo de lata, en la parte más alta del cerro, desde dónde se podía divisar toda la ciudad y el valle del Sula.
Iba vestido elegantemente con pantalón oscuro, zapatos de cuero y camisa negra de algodón tan fino que parecía transparente. Andaba con mucho cuidado por los caminos empinados convertidos casi siempre en lodazales por las repetidas lluvias. No quería resbalar y manchar su mejor ropa. Era viernes y tenía pensado, después de su jornada laboral, ir a divertirse con unos amigos en un local del pueblo donde se podía oír música, bailar y cantar. Le encantaba bailar descalzo los ritmos caribeños e interpretar canciones españolas en el karaoke del salón.
Pasó un rato agradable con su madre. No quería abrumarle con sus problemas, así que le habló de sus proyectos: iba a organizar una pequeña fiesta en su local para celebrar la graduación de su sobrina. Lo tenía todo previsto: la comida, los refrescos, los adornos en las paredes... Hasta quería contratar a unos músicos para amenizar la tarde. También le habló de su próximo viaje a España, para las Navidades.
Estaba de buen humor y se reía mucho con los chismorreos del barrio que le contaba su madre. Al despedirse, fue muy tierno con ella: la abrazó muy fuerte y la levantó dos palmos del suelo, entre gritos y risas. Era la primera vez que demostraba de esta forma su cariño a su madre.
Sería la última...
Unas horas más tarde, un carro lanzado a toda velocidad le arrancaría la vida en una calle oscura y solitaria de Villanueva.