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ME ACOSTÉ CON LA MUERTE

de "Cuentos Colombianos"

Bernardo Jiménez de Aristizábal

Colombia - España



Después de mucho tiempo, volví a la Bogotá y me hospedé en el hotel de siempre: un hotel de agentes viajeros donde la camarera te despertaba por la mañana con un jugo de naranja y dos huevos crudos. Muy cerca estaba el café donde por la noche encontré a los amigos que no habían muerto o no estaban en la cárcel. Era el sitio de encuentro de los trashumantes honrados y de los que no lo eran tanto. Allí iba el vendedor ambulante de casa por casa con el maletín en la mano, el del puesto en la acera y todo el que tuviera que salir a buscarse en la calle el dinero para comer. Donde el que había ganado ese día, por la noche invitaba a cerveza mientras se hablaba de mujeres y se contaban negocios y trampas para coronarlos.

Bebiendo aguardiente de Caldas con los compañeros de destino, conté los beneficios y los miedos, y cada uno de ellos me contó los suyos. Hablamos del artículo con el que se estaba ganando dinero y de lo dura que se estaba poniendo la calle, y terminamos hablando de las putas.

Mirando a una de las meseras del café, el negro Benjamín comentó: -¡Es que hay que ver lo hermosas que se ponen en primavera!

Quedaban tres amigos cuando el negro Benjamín propuso que él ponía el carro y nosotros la bebida en la zona de tolerancia, a donde había ido a parar la caleña que servía las mesas en El Soratama. Ya era media noche cuando arrancamos. Antes de terminar en El Mono Desnudo, nos detuvimos frente a una bombilla solitaria que iluminaba la puerta de una tienda donde se escuchaban tangos y servían aguardiente, y donde mis acompañantes eran conocidos. Además de nosotros cuatro, sentado a una mesa, un hombre solitario sufría con la letra de un tango y calmaba su dolor con aguardiente. Sirvieron de beber y continuamos hablando de mí: de la fuga y de la trampa que me había montado para ganar dinero con eso de la sotana.


No había pasado una hora cuando pudimos escuchar los lamentos de una madre que clamaba por su hija y el llanto de la hija mientras era violada en la calle oscura. Pero nadie se alarmó. Entonces me levanté de la mesa y pedí ayuda pasa salir a protegerlas y me aconsejaron que no interviniera, porque eran varios los violadores y me podían dar por detrás a mí también.

-¿Usted no llama a la policía? -le pregunté al tendero.

Contestó que no venían.

-Sólo si hay una muerte -dijo.

Sentí tristeza por el caos administrativo y por el honor que habían perdido mis amigos. Vivían abocados al desorden que les alegraba la vida y no pedían más.

En una de esas levantadas para ir a los servicios, el hombre solitario me detuvo. De unos cuarenta años, mirada dura y concreto al hablar, me dijo:

-Me caes bien y quiero participar en el homenaje que te brindan tus amigos. Me pongo a tu disposición. Dime a quién hay que matar, que yo a ti no te cobro.

Tuve ganas de decirle que saliéramos en busca de los violadores, pero sólo le dije que me guardara ese cuchillo para otra ocasión y le pedí al tendero que le sirviera un trago a mi cuenta. No había teléfono para llamar un taxi, así que debía conformarme y esperar a que el negro Benjamín decidiera mi destino. No porque tuviera miedo de violadores y asesinos a sueldo, sino por la mala iluminación de la calle, que no te permitía saber si ibas o venías. Hallándome lejos del hotel, la única seguridad era el carro del negro Benjamín en la puerta de la tienda. Entonces ya decían que si subías a un taxi de noche, no sabías si el que acompañaba te iba a atracar, o si era el guarda espaldas del chófer.

Conseguí arrancarlos de aquel lugar, pero no me llevaron a donde yo quería, sino a donde íbamos: al barrio de las putas.

Delimitada por una alambrada, la zona de tolerancia tenía su propia ley establecida: "No identificar a nadie y sepultar y echar tierra a cuanto pudiera ser perjudicial para los negocios de la noche". Todo aquel que llegaba a la zona y no sabía a ciencia cierta dónde se iba a meter, hacía escala en El Mono Desnudo.

Allí había de todo: mujeres que lloraban la ausencia del amante, chulos que esperaban el dinero de la esclava, limpiabotas, pedigüeños y vendedores de flores, marihuana y lotería. Pedimos una botella de aguardiente Cristal de Caldas con mango verde como pasaboca, y seguimos la borrachera.

Era costumbre entre mis amigos bebedores y fumadores levantarse de la mesa para ir a los servicios y desaparecer sin avisar. Así se fueron yendo dos. Cuando sólo quedaba el negro Benjamín, le pedí que no hiciera lo mismo que los otros, que no fuera a irse sin mí, que me avisara. Y me lo prometió. Pero la mezcla del aguardiente y la marihuana hace olvidar promesas, y en el momento menos pensado me encontré solo en medio de tanto trasnochado como frecuentaba a esas horas de la madrugada El Mono Desnudo.

Fue entonces cuando la vi saliendo del local. Envuelta en un vestido primoroso, parecía que se iba a romper por la cintura, hasta donde le llegaba la llamarada incandescente de su cabello dorado. Absorbido por el remolino de su belleza y sin saber por qué, salí tras ella y la seguí calle abajo hasta verla desaparecer entrando en Contubernio. Sabía que la iba siguiendo, porque cuando me vio levantar la cortina, desorientado por la luz difusa del salón, el oficio la llevó hacia mí, me tomó del brazo y, repetidos en los espejos de las paredes, avanzamos hasta el mostrador. Con la voz rajada por el aguardiente me pidió que la invitara. Se sirvió una copa de alterne y para mí una cerveza. Y, con una voz lenta como el olvido, brindó:

-Por el tiempo, que acaba pero no desaparece -dijo.

Y me dejó pensando. Pidió cigarrillos y encendimos. Con la llama del fósforo en la cara, me pareció aun más hermosa. Sus bocanadas de humo y las mías se mezclaron con el olor encerrado de una rama de romero colgada detrás de la puerta. Su cabellera se mostraba rosada o azul, según la luz ambiente que recibiera al moverse dentro del mostrador. Sus dedos de uñas platinadas combinaban con el color metálico de su vestido de lamé. Entonces la contemplé palmo a palmo. Llevaba alrededor de su cuello un cordón negro que era como un corte profundo sobre la piel desteñida. No se le veían las orejas, tenía la sonrisa triste y la única señal dulce que pude percibir en sus ojos venía de detrás de la bruma espesa de su melancolía. Su piel exhalaba el olor vivo del local y su aliento tenía un aroma amargo. Esperó que terminara de reparar en su cuerpo para hablar. Dijo:

-Mientras estuve en ella, fui la más hermosa de La Tierra.

Se terminó el disco que sonaba en la gramola y la pareja que bailaba en la pista se sentó. Me pidió monedas para salir a poner su disco favorito. En el remanso de consolación de La amada inmóvil que empezaba a sonar, se contoneó viniendo hacía mí con insinuantes movimientos de su cuerpo, apretado en las escamas de plata del lamé. Y arrullando el final de la frase con sus labios estriados por el colorete, me dijo al oído:

-No hables tanto, si me vas a echar el cuento para que te lleve a mi cama.

Ambos pensando en lo mismo, le pregunté de dónde era. Su respuesta me sorprendió. Dijo:

-De donde nacen muchos y se crían pocos, porque el gusanillo del pensamiento se los come.

-¿Así que tú piensas? -le pregunté.

Miró a través del cristal de una ventana como para saber que estaba amaneciendo, y dijo:

-Había pensado que bailaría contigo, pero ya que no lo voy a hacer, me voy.

Entonces tomó mi cara entre sus dedos con la intensidad del calor que parecía unirnos, y me hizo sentir su frío estancado.

Tuve el presentimiento de que fue una mujer de plástico acostumbrada a la humedad y las tinieblas la que suspiró hondo y, como por encanto, desapareció entre la luz difusa dejando el aire de su huida en el movimiento de la cortina.

No sabiendo más de ella, pedí la cuenta. Al preguntar por la chica que me acompañaba, el cantinero respondió:

-Le queda un ósculo para desintegrarse. Siempre huye de la luz del día. Y está amaneciendo.

Salí de Contubernio, y una vieja con un carrito de tabaco en el zaguán de al lado me dijo:

-Si busca a Ósculo, váyase a Los Infiernos, que es donde debe de estar.

Pregunté a la vieja dónde tomar un taxi, y con un dedo garfio me señaló una calle sin más indicaciones viales que una flecha que señalaba a Los Infiernos.

-Allí encontrará uno -dijo la vieja.

Y continué andando calle abajo, hasta alcanzar a leer Los Infiernos en un luminoso.

Era una casa de citas donde nunca amanecía. La regentaba un negro de camisa roja que comandaba una legión de mujeres taciturnas, sentadas a la puerta de sus cuartos iguales, iluminados con una bombilla roja, y a quien ellas llamaban Demonio.

Era verdad. Huyendo de la luz del día, allí estaba Ósculo.

-Te esperaba -me dijo. Y entré en su oscuridad.

Sentados sobre el borde de la cama y frente a una ventana con medio cuchillo de luz, me confesó que se le había ido pegando ese color aluminio de la noche y no se dejaba ver con la luz del día por no enseñar su cara verdadera, pues de tanto despegarse las pestañas postizas se le habían ido cayendo las pestañas, y que para proteger lo que quedaba de su belleza había recurrido al velo de la melancolía.

Le ofrecí mi sombra como refugio y, enroscada en ella, me habló, con una voz lenta que parecía no ser de este mundo. Detrás de sus pupilas sin pasión, una mirada de súplica en demanda de un gesto mío fue la invitación a estrecharla entre mis brazos. Sin saber que marcaba su destino la tendí en la cama y cuando la abracé sentí su frío pesado en los dedos, en las rodillas y por donde me rozaba envuelta en su vestido de lamé. Para entonces, ya tenía yo el pervertido enarbolado y tampoco le busqué explicación a un ojo de vidrio que se hizo añicos en nuestros pechos con el apretón. Creí que me arañaba de pasión y sólo pensé en darle todo lo que me pidiera. Cuando la besé en la boca, lo que ella había estado evitando por temor a su desintegración, me rechazó al tiempo que me clavó los dientes y me hizo gritar de rabia o de terror. Le di un tirón del pelo para separarla de mí y me quedé con la peluca en la mano.

Entonces ya no la sentí más. Ni se quejaba ni se movía. Había desaparecido en ella la sustancia y el olor de su existencia humana y sólo quedaba el vestido sobre la cama.

Quise comprobar si de verdad no estaba y, con más dolor que miedo, agarré aquel saco de lamé, lo arrastré hasta el medio cuchillo de luz en la ventana y lo revolví buscándola. Pero de aquella estatua demolida por la muerte, sólo encontré en su calavera las pestañas postizas pegadas al párpado sin párpado de unas pupilas muertas.

Con la certidumbre de que el último ciclo de esa vida acababa de cerrarse, abandoné la habitación desconcertado. Al salir de Los Infiernos a paso natural para no levantar sospechas, en medio de la música de cuatro gramolas escuché los gritos de protesta de un hombre al que la policía se llevaba a los empujones.

-¡La maté, carajo, porque me humilló con el chuzo en el culo! -decía dando tumbos contra la alambrada de una calle que poco a poco se iba quedando sola. La vieja del tabaco, que parecía seguirme con el carrito por entre las piedras, me sorprendió contando a gritos:

-¡Es el zapatero remendón, que mató a su amante de un golpe en la cabeza con la bigornia!

Y lo que parecía un callejón sin salida se convirtió, gracias al detenido, en una vía de escape. Volví a oír a la vieja del tabaco:

-A Ósculo no la busque más, que no existe -dijo-. Si quiere una mujer, pregunte en La Tierra por ésta.

Y me entregó una foto de Malicia, la hija de Superstición: Deificación de lo frívolo. Es lo que decía en el dorso.

-Si no le gusta -volvió a decirme-, pregunte en La Tierra por Peripatética.

Me acerqué a la vieja para preguntarle por qué me seguía. Ella se rascó la espalda con una uña de gavilán. Comenzó a llover, y ya no se escuchaba la protesta del detenido, por lo lejos que iban. La vieja se enderezó para decir:

-Le queda un ósculo para desintegrarse había cumplido ya su ciclo en La Tierra antes de desaparecer en Los Infiernos.

De pronto me pareció que todo aquello eran visiones de engrifado y me juré a mí mismo no volver a mezclar el alcohol con la marihuana. Y antes de que aquella incierta celestina trastornara más la realidad, corrí detrás de los policías y del asesino. Podía ser que cuando volvieran para levantar el cadáver de su amante me hicieran pagar por alguien que no existía.

Este artículo tiene © del autor.

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