A los amigos del alma, "Don" E. A. Pesante y "Don" Al. Lamotte, in memoriam...
Al principio todo pareció confuso. Pero estaba vivo, realmente vivo. Conté los dedos de mis manos y había cinco en cada una. Puse un dedo en cada día del almanaque, y coincidieron... de lunes a viernes. Más sábado y domingo, perfecto. Siete días, una semana. Completa. De ida y vuelta. Y hoy era domingo... Y pensaba transgredirlo hasta la madrugada del...
No todo estaba mal. "El círculo es perfecto", me dije, recordando las últimas palabras de aquel genial narrador santafesino E. A. Pesante (argentino, por si usted no sabe de dónde provengo) que, a temprana edad, abandonara este mundo (¿cruel?) -casi ciego-, luego del condenado infarto al que lo precipitara una congénita diabetes. Él me había impulsado en esto de las letras. Pero el que me hizo amigo de Dom Perignon, fue otro inefable cuentista de estos pagos, "Don" A. Lamotte. Cuando él también se fue al Cielo de los Escritores, Dom Perignon lo reemplazó y, desde entonces, estuvo siempre a mi lado; quizás, por eso, ya no temía al avatar de la supervivencia en este universo hostil y desamorado...
Sin embargo, algúl escozor insconsciente lograba -de tanto en tanto- estremecer mi ánimo, haciéndome recordar que "la vida es sueño", o, al menos, recordando tan hermosa figura shakespeariana, que los sueños son parte inescindible de la vida: desde los más sublimes y placenteros -aquellos que nos devuelven felices y anhelantes a la vigilia-, hasta los que, en forma de pesadilla, le atornillan a uno las entrañas tras los satinados pliegues de unas sábanas sudorosas, amortajando la esperanza de despertar para volver a sentirnos... ¡vivos!
Pero sin exagerar, hombre; que el que no la pasa, no sabe. De allí la necesidad de poner orden en una secuencia de cuestiones personales -como las que pienso confesarles-, después de haber pasado su agridulce trago en compañía del amigo Perignon... Más precisamente, y prima facie, siete eventos -como los días de la semana en que visitaba a ese cómplice compinche de aventuras nocturnas, al servicio de otro veterano de bares y tascas: Don Manolo. Otro "Dn.": sí, el uno español; el otro, francés. Aunque, de hecho me sintiera en deuda, también prima facie, con los demás compadres que no cesaban de reclamar mi presencia locuaz y perceptiva.
En fin, una corte de extraños asuntos que, por distintos motivos, había venido postergando en una esquina del segmento izquierdo de mi lóbulo cerebral, y que esa noche comencé a desgranar, finalmente, en una jornada que asomó tan rutinaria como las anteriores... Pero que no se volvería a postergar en sus cuitas, arrastrando como estaba yo aquella noche, por el deseo de alcanzar el religante efectismo entre esas memorias fantasmales o secuencias vivenciales que aturdían mi mente -según el caso y desde hace tiempo-, expuestas literariamente en orden al sugerente "cabalismo" (atrayente -valga la expresión y el sonsonete-, lo recornozco, a que me obligaba mi aturdida condición de escribidor, escribiente o trabajador de la palabra, que alguien llegó a denunciar como "escritor") que me insinuaran -con los primeros sorbos- los siete días testamentarios de la Creación; ello, en el intento de encontrar, en lo posible y siguiendo su rastro secular, la esquiva "piedra filosofal" de Alquimistas de antaño y Potterianos de hoy: esto es, la esencia de los símbolos metafísicos escondidos o sumergidos en un relato cualquiera, y que podían transmutarlo a uno hacia el delirio o reflejarlo en la apariencia de lo real, pero asomándose peculiarmente por la ventana incierta de lo onírico...
1. El Ropero
Ahora, yo me levantaba sonámbulo, y, a tientas, con el sexto ojo agudizado, abría los armarios, revisaba y requisaba toda vestimenta escrupulosamente engarzada sobre las perchas que mi destino de soltero prematuro seleccionaba; y que, frente al mundo, sordo y casi velado espejo del dormitorio, me probaba, medía, descartaba y seleccionaba, hasta elegir el tipo y color de ropa que, en ese instante, debía transfigurar mi estado interior conforme a una hipotética salido o destino planeado... La década de los setenta era especial para lucir luengas cabelleras y patillas, y estrafalarias vestimentas desatadas como un grito de libertad...
Esta operación, repetida mecánicamente una decena de veces, me devolvía vestido de manera más o menos esotérica, confundiendo estaciones y telas en desopilante estética, mezclando lo deportivo con lo seriamente laboral, para matizarse luego con lo estrictamente protocolar: por ejemplo, zapatillas aeróbicas y medias coloridas de lana -en pleno verano-, con muda interior negra de ajustado short; pantalones blancos y cortos para tenis -en pleno invierno-, con camisa de algodón celeste de empleado estatal, y corbata de seda italiana ilustrada, con saco de lino y corte inglés. Así arropado y, consecuente con mi lúcido delirio de época, volvía a pagar boletos para subirme, en la próxima estación, al frenético tren de un Orfeo demente, febril y delirante...
Pero el entechoque de vagones me sacudía tanto que, más de una vez, en ese viaje alocado, estuve a punto de caer de mi cama-silla-butaca, como un bebé inocente de su cuna protectora. No obstante, creo que esta ingenua alucinación no lograba alcanzar el nivel de dislate pleno y gozoso que había deparado imaginar a mi tan jovial como octogenario consuegro Jorge O., hincadode dolor ante los espasmos de un feroz ataque al hígado, causado por el descuido de una típica comilona gallega (trinchado de pescado frito, se entiende), y drenando, estornudo estomacal mediante y entre otros íntimos desechos, su estrenada dentadura postiza, ridículamente sepultada en los abismos insondables del reluciente W.C. de un deplorable baño céntrico de Buenos Aires, cercano a la Estación Retiro, frente a la Torre de los Ingleses... Aunque después aullara de contento, pues, al fin y al cabo, abuela Zule le compraría una nueva como ofrenda a su onomástico cercano... Lo mismo el día en que, a no ser por la intuitiva reacción de unos tan inesperados como lúcidos alertas neuronales, evitó cepillarse los dientes con pasta de pulir metales.... (Juro que el empaque era idéntico al de Kolinos, o algún nieto sarcástico le había jugado una tétrica broma).
Dom Perignon, silencioso y perplejo, sólo atinaba a escucharme...
CONTINUARA (Parte 2/7).-
ADRIÁN N. ESCUDERO - Santa Fe (Argentina), 18-07-03. Texto ajustado el 11-09-07 y el 31-12-09). Integra el Libro "EL EMPERADOR HA MUERTO y Otros Relatos". Inédito. La Botica del Autor (Santa Fe, Argentina), 2005-2009.-